Capítulo 11: El convenio de las llaves de casa (segunda parte)

Aquí llega la segunda parte de mi "día especial". Si no recordáis qué había pasado o no habéis llegado a leer la primera entrega, aquí os dejo el link al Capítulo 10. Una vez dicho esto, volvamos a nuestra historia:

Estába en Alexander Platz, recién acababa de comer y me disponía a efectuar mis mil y un transbordos para llegar a Kreuzberg, el barrio turco de la ciudad. Pasaré por alto el largo trayecto hasta llegar allí, en el que me dediqué a leer mientras estaba en el u-bahn y observar el panorama que, conforme me acercaba, pasaba de tiendas con marcas multinacionales y demás, a pequeños comercios, fruterías, döner kebabs y, sobre todo, edificios que cada vez eran más parecidos los unos a los otros. Esto último se debe a que la zona este era la zona comunista, y estos señores no abogaban por construcciones maravillosas de lo más rococó, sino por las viviendas que parecían sacadas de una cadena de montaje; pero que no os engañe, merece la pena visitarla.
Tras unas cuantas paradas de tren y autobús, al fin llegué a la mía: Warschauer Straße. Era la tercera vez en mi vida que bajada en esta parada, la tercera vez que bajaba esa cuesta, la tercera vez que llegaba a ese cruce y la tercera vez que me encontraba al otro lado de la calle; a mi derecha casi kilómetro y medio de muro, en el que hoy podemos admirar alrededor de 100 murales que, artistas de todo el mundo, nos dejaron como símbolo de libertad, euforia y todo lo que la caída de este supuso. Entre estas obras, encontramos la famosa imagen de Leonid Brézhnev y Erich Honecker besándose o un homenaje a la película "The Wall".
Pero hoy no iba a ir en esa dirección, el lugar donde quería llegar estaba frente a mi. Con el puente de Oberbaum a mi izquierda- una preciosa edificación que fue frontera de las dos Alemanias, compuesta por dos torres y un ladrillo rojizo muy característico de la ciudad- seguí unos metros hasta que me encontré con la señal que marcaba mi linea de meta.


Paseé por sus calles llenas de pequeños restaurantes y cafeterías, me paré en cada uno de los inmensos grafittis que encontré adornando fachadas y observé la gente de todo tipo que paseaba por la calle. Es lo bueno que tiene este barrio, es la definición de alternativo; el encanto de Kreuzberg reside en la vida que fluye dentro de este, lo variopinto de sus rincones y personas, es como una bocanada de libertad (y olor a kebab).
Pasado un rato, decidí meterme en una bar-cafetería: Sofía Café. ¿Por qué ahí? Porque era capaz de pronunciar el nombre y parecía un sitio acogedor. Mesas bajas de madera con sillas a juego, las paredes decoradas con imágenes en relieve de lo que me parecieron montañas o algo por el estilo, una luz tenue que le daba al garito la imagen perfecta para escribir una obra contemporánea y un café horrorosamente malo. No se como definirlo si no es con las palabras agua-sucia-calentorra, no había quién lo mejorase por mucho azúcar o leche que le echase. Pero como dicen, todo no se puede tener en esta vida, así que me dediqué a disfrutar del ambiente de lugar. Había un par de parejas, además de la camarera y una de ellas me daba la impresión de estar hablando español.
No me preguntéis por qué, pero ahora que estoy fuera, cada vez que escucho una palabra conocida, tengo la necesidad de poner la oreja, aunque estén hablando de que le gusta andar en caballo o, en el caso de estos dos (y fue la frase con la que me aseguré de que hablaban mi idioma) digan "pues ahí nos lo encontramos, durmiendo en calzoncillos en el suelo, con un plátano a medio comer en la mano". Y así quedó el misterio, no llegué a saber qué lleva a una persona a tal situación, aunque creo que ni ellos mismos llegaron a conclusión alguna.
 El caso es que ya había terminado mi café hacía rato, eran las 5 de la tarde (por lo que ya estaba oscuro) y tenía un largo camino hasta casa, así que me coloqué mis cascos y a ritmo de Extremoduro, Love of Lesbian, I blame Coco o algo así, salí del Café Sofía con la ilusión de volver a "mi hogar, dulce y calentito hogar". El problema es que llegué más pronto de lo esperado o, justo ese día, la familia llegó más tarde de lo habitual, por lo que cuando yo ya esperaba acabar mi día trotamundos, resultó que aun me quedaba algo por andar, así que me dije: vamos a cenar.
Esto, en Berlín, por norma general, no supone un problema, pues cada metro y medio aproximadamente, puedes encontrar un restaurante/bar/kiosko o cualquier otro lugar donde comprar comida. Por lo visto, esto sucede en todas partes menos en la calle "comercial" en la que decidí bajarme yo. Elegí esta parada porque vi varios carteles de neón y supuse que si había comercios, habría donde comer. Pues bien, acabé en un supermercado de la cadena Kaiser's, comprando una chocolatina y un bol de plástico de estos que llevan frutas troceadas dentro (no me preguntéis qué frutas eran porque, en un principio, creí que una de ellas era melón hasta que al metérmela en la boca, noté un sabor ácido más parecido a los polvos pica-pica). He de decir, que a estas horas ya hacía un fresco considerable, era de noche y, lo que menos me apetecía, era cenar mientras esperaba al autobús frutitas troceadas de lo más refrescantes, pero todo sea por tener de qué escribir, ¿no?

Así que esa fue mi cena y por fin, después de toda una jornada fuera (con un final un poco forzado) llegué de nuevo a mi casa, vi la luz encendida y entré al calor del hogar; en el que me esperaban un par de criaturas deseosas de jugar. Al contrario que yo, que lo único que quería era meterme en mi cama, enrollarme con el edredón y fingir que era un bicho bola. Pero que no os engañe este final, fue un día que repetiría... Más entrado el verano. To be continued...

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