Capítulo 11: El convenio de las llaves de casa (segunda parte)

Aquí llega la segunda parte de mi "día especial". Si no recordáis qué había pasado o no habéis llegado a leer la primera entrega, aquí os dejo el link al Capítulo 10. Una vez dicho esto, volvamos a nuestra historia:

Estába en Alexander Platz, recién acababa de comer y me disponía a efectuar mis mil y un transbordos para llegar a Kreuzberg, el barrio turco de la ciudad. Pasaré por alto el largo trayecto hasta llegar allí, en el que me dediqué a leer mientras estaba en el u-bahn y observar el panorama que, conforme me acercaba, pasaba de tiendas con marcas multinacionales y demás, a pequeños comercios, fruterías, döner kebabs y, sobre todo, edificios que cada vez eran más parecidos los unos a los otros. Esto último se debe a que la zona este era la zona comunista, y estos señores no abogaban por construcciones maravillosas de lo más rococó, sino por las viviendas que parecían sacadas de una cadena de montaje; pero que no os engañe, merece la pena visitarla.
Tras unas cuantas paradas de tren y autobús, al fin llegué a la mía: Warschauer Straße. Era la tercera vez en mi vida que bajada en esta parada, la tercera vez que bajaba esa cuesta, la tercera vez que llegaba a ese cruce y la tercera vez que me encontraba al otro lado de la calle; a mi derecha casi kilómetro y medio de muro, en el que hoy podemos admirar alrededor de 100 murales que, artistas de todo el mundo, nos dejaron como símbolo de libertad, euforia y todo lo que la caída de este supuso. Entre estas obras, encontramos la famosa imagen de Leonid Brézhnev y Erich Honecker besándose o un homenaje a la película "The Wall".
Pero hoy no iba a ir en esa dirección, el lugar donde quería llegar estaba frente a mi. Con el puente de Oberbaum a mi izquierda- una preciosa edificación que fue frontera de las dos Alemanias, compuesta por dos torres y un ladrillo rojizo muy característico de la ciudad- seguí unos metros hasta que me encontré con la señal que marcaba mi linea de meta.


Paseé por sus calles llenas de pequeños restaurantes y cafeterías, me paré en cada uno de los inmensos grafittis que encontré adornando fachadas y observé la gente de todo tipo que paseaba por la calle. Es lo bueno que tiene este barrio, es la definición de alternativo; el encanto de Kreuzberg reside en la vida que fluye dentro de este, lo variopinto de sus rincones y personas, es como una bocanada de libertad (y olor a kebab).
Pasado un rato, decidí meterme en una bar-cafetería: Sofía Café. ¿Por qué ahí? Porque era capaz de pronunciar el nombre y parecía un sitio acogedor. Mesas bajas de madera con sillas a juego, las paredes decoradas con imágenes en relieve de lo que me parecieron montañas o algo por el estilo, una luz tenue que le daba al garito la imagen perfecta para escribir una obra contemporánea y un café horrorosamente malo. No se como definirlo si no es con las palabras agua-sucia-calentorra, no había quién lo mejorase por mucho azúcar o leche que le echase. Pero como dicen, todo no se puede tener en esta vida, así que me dediqué a disfrutar del ambiente de lugar. Había un par de parejas, además de la camarera y una de ellas me daba la impresión de estar hablando español.
No me preguntéis por qué, pero ahora que estoy fuera, cada vez que escucho una palabra conocida, tengo la necesidad de poner la oreja, aunque estén hablando de que le gusta andar en caballo o, en el caso de estos dos (y fue la frase con la que me aseguré de que hablaban mi idioma) digan "pues ahí nos lo encontramos, durmiendo en calzoncillos en el suelo, con un plátano a medio comer en la mano". Y así quedó el misterio, no llegué a saber qué lleva a una persona a tal situación, aunque creo que ni ellos mismos llegaron a conclusión alguna.
 El caso es que ya había terminado mi café hacía rato, eran las 5 de la tarde (por lo que ya estaba oscuro) y tenía un largo camino hasta casa, así que me coloqué mis cascos y a ritmo de Extremoduro, Love of Lesbian, I blame Coco o algo así, salí del Café Sofía con la ilusión de volver a "mi hogar, dulce y calentito hogar". El problema es que llegué más pronto de lo esperado o, justo ese día, la familia llegó más tarde de lo habitual, por lo que cuando yo ya esperaba acabar mi día trotamundos, resultó que aun me quedaba algo por andar, así que me dije: vamos a cenar.
Esto, en Berlín, por norma general, no supone un problema, pues cada metro y medio aproximadamente, puedes encontrar un restaurante/bar/kiosko o cualquier otro lugar donde comprar comida. Por lo visto, esto sucede en todas partes menos en la calle "comercial" en la que decidí bajarme yo. Elegí esta parada porque vi varios carteles de neón y supuse que si había comercios, habría donde comer. Pues bien, acabé en un supermercado de la cadena Kaiser's, comprando una chocolatina y un bol de plástico de estos que llevan frutas troceadas dentro (no me preguntéis qué frutas eran porque, en un principio, creí que una de ellas era melón hasta que al metérmela en la boca, noté un sabor ácido más parecido a los polvos pica-pica). He de decir, que a estas horas ya hacía un fresco considerable, era de noche y, lo que menos me apetecía, era cenar mientras esperaba al autobús frutitas troceadas de lo más refrescantes, pero todo sea por tener de qué escribir, ¿no?

Así que esa fue mi cena y por fin, después de toda una jornada fuera (con un final un poco forzado) llegué de nuevo a mi casa, vi la luz encendida y entré al calor del hogar; en el que me esperaban un par de criaturas deseosas de jugar. Al contrario que yo, que lo único que quería era meterme en mi cama, enrollarme con el edredón y fingir que era un bicho bola. Pero que no os engañe este final, fue un día que repetiría... Más entrado el verano. To be continued...

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Lugares top: Brandenburger Tor

Berlín está lleno de lugares simbólicos (no se puede esperar otra cosa de una ciudad en la que cada rincón tiene un hueco en la historia de la humanidad), pero sin duda uno de los más reconocidos es la Brandenburger Tor o Puerta de Brandeburgo. Vayamos el día que vayamos, sea la hora que sea, allí veremos agolpados a turistas y más turistas que, cámara en mano, quieren hacer constancia de que estuvieron en la ciudad; de hecho yo misma aun no he conseguido tener una fotografía en la que no haya o un tour de chinos(as), una familia Polaca o un tipo disfrazado de soldado detrás.
Pero no es de extrañar, porque con lo este armatoste de 26 metros de alto podría contarnos tendríamos para escribir un libro. Yo no tengo intención de hacer algo de tal envergadura, pero si os quedáis conmigo, os cuento algunas cosas de interés sobre este icono berlinés.

Primeramente, situémonos de frente a ella y veamos dónde estamos: una zona adoquinada cerrada al tráfico que se ha convertido en un lugar tanto de "peregrinación" como de reunión para los berlineses, donde tienen lugar eventos como la conmemoración de la caída del muro, la fiesta de fin de año u otras ocasiones especiales. A nuestra espalda, encontraremos al famosa Unter den Linden, una calle que también da mucho de qué hablar pero que por ahora nos limitaremos a definir como el boulevard más conocido y clásico de la metrópoli: lleno de tiendas, museos, cafeterías... Vamos, de todo un poco en dimensiones alemanas. Si volvemos a mirar a la Puerta, nos veremos en Pariser Platz o Plaza de París, otro lugar emblemático (ese es el problema, que estés donde estés, hay un lugar, o varios, imperdibles cerca y creedme, estamos hablando de una ciudad muy grande) que curiosamente recibió su nombre por cierto elemento presente en la figura que nos ocupa, así que volvamos a ella.

El monumento data del año 1778 (aunque no se terminó por completo hasta 1795) bajo el reinado de Federico Guillermo II de Prusia o Friedich Wilhem II, que por suerte no vivió lo suficiente para ver como, en 1806 tras una batalla -y una derrota- con un famoso individuo conocido como Napoleón, la Cuadriga (que por aquel momento no llevaba ni la cruz ni el águila) era llevada a París como trofeo de guerra. Esta escultura que corona la Puerta, representa la diosa Victoria montada en un carro tirado por 4 caballos en dirección a la ciudad y en sus comienzos, no quería ser otra cosa sino un símbolo de paz.
Digo yo, que hubiese sido más sencillo llevarse una postal o algo que pesase menos de una tonelada, pero por lo que se ve, por aquella época si no volvías con un souvenir más pesado que el barco en el que viajabas no eras bien recibido. 
Por suerte, un tal Ernst Von Pfuel apareció en escena para, en 1814, tomar París con las tropas prusianas y devolver tan preciado símbolo a la ciudad de Berlín.Y fue esta hazaña la que llevó a añadir el elemento prusiano conocido como la cruz de hierro a la mano de nuestra amiga Victoria, que hoy en día sigue sosteniendo.


Pasaron los años y llegó la segunda Guerra Mundial, en la cual se vio gravemente dañada. Pero aquí va algo curioso: cuando esta vio su fin, los gobiernos de Alemania Oriental y Alemania Occidental - que se dedicaban a separar la ciudad con un muro de 4 metros y poner sus cañones apuntándose respectivamente- acordaron restaurarla haciendo un esfuerzo conjunto. ¿Lo decidirían tomando un café tranquilamente?

El caso es que el tiempo siguió pasando, hasta llegar a hoy, día en el que nos encontramos frente a ella, recordando parte de lo que ha pasado por delante y entre sus arcos. Resulta increíble pensar que, estos casi 30 metros de piedra arenisca, hayan sido los únicos supervivientes de las 18 puertas de la ciudad en el siglo XVIII, hayan vivido el ascenso de Hitler al poder, el desfile de tropas nazis, la separación de una ciudad en dos durante 28 años, conciertos, eventos multitudinarios y miles de historias que no han llegado a nuestros oídos; para convertirse en un emblema tanto de la historia europea, como de la unidad y la paz.

Así que como no creo que estuviese bien visto que te encaramases a lo alto para llevar contigo la Cuadriga como hicieron en su día, no puedes irte de Berlín sin por lo menos haber visitado la Brandenburger Tor - y haberte sacado una foto con ella y todos aquellos que sin invitación, aparecerán contribuyendo a la creación de un fondo único-.




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Capítulo 10: El convenio de las llaves de casa

Nunca es un buen día para que se te olviden las llaves, pero los hay mejores y peores. Por ejemplo, un día no tan malo para tener este común despiste, sería aquel en el que sabes que habrá alguien aguardando a que tú, y tu mente olvidadiza, llaméis a la puerta de forma desesperada en busca del arca perdida. Por otro lado, un día no tan conveniente sería el que me tocó a mi, aunque aquí entramos en la parte positiva de estar donde estoy, ya que, aunque me viese ligeramente forzada a ello, fue una jornada totalmente dedicada al descubrimiento de nuevos rincones en mi querida Berlín.

La historia comienza hace un par -quizá más- de amaneceres; estaba yo en el autobús volviendo a casa tras dejar a los niños en el cole, cuando a un par de paradas para llegar a mi destino, una sensación fatal se me apareció de repente y a esta le sucedió una pregunta que sembró el pánico en mi: ¿había cogido las llaves? La respuesta estaba clara desde el principio, porque esas corazonadas que solemos tener en casos como estos (haber perdido el móvil, la cartera en la caja del súper, etc.) en rara ocasión suelen estar equivocadas. Mas ingenua de mi, rebusqué y rebusqué en mi mochila, con la esperanza de oír su alegre tintineo... Pero nada, ahí no había llave alguna y, por supuesto, nadie en casa a quien acudir, con lo que se me plantaban por delante unas diez horas de libre albedrío por la capital alemana. No estaba mal, si no fuese por el hecho de que a las ocho de la mañana (si es que llegaba) no hay gran vitalidad y alborozo llenando las calles.

Por suerte para mi, y para mucho de los hipsters que habitan nuestras tierras, siempre hay un Starbucks abierto; bien para aprovecharlo con tu imac y tus gafas de pasta o, como era mi caso, para resguardarme del frío matutino y aprovechar el wifi para planear mi día. Así que cual buena gorrona ahí me planté, con uno de esos tazones de café que parece que podrías bañarte en él y mi mapa del metro, mientras diferentes individuos con aparatos electrónico y manzanitas mordidas iban sumándose a mi alrededor.

Tras pasar un buen rato decidiendo a qué me dedicaría y haciendo tiempo para que el resto del mundo se pusiese en marcha, salí rumbo Boulevard Berlin. Este lugar se encuentra el Schloßstraße, una calle considerablemente larga en el distrito de Steglitz, en la zona sudoeste de la ciudad. Dicha vía está ya de por si repleta de tiendas, restaurantes, bancos, centros comerciales y todo tipo de sitios donde poder fundir tu dinero; y fue algo tan capitalista y superfluo como este último lo que llamó la atención:
Boulervard Berlin no es sino el segundo centro comercial más grande de la ciudad, estamos hablando de 76.000 m² de todo tipo de comercios - más de 120 locales dedicados desde la venta de ropa, ópticas, bares y de todo lo que podáis imaginar-, hasta el punto de que (además de los correspondientes mapas con el popular "usted está aquí") puedes encontrar postes que marcan en qué dirección están los diferentes establecimientos, como si se tratasen de señales en las calles.Aunque no soy una persona amiga de esto del shopping, tales magnitudes me resultaron impresionantes; y además había wifi gratuito, lo cual añadió aun más belleza a ese monumento al señor Don Dinero

Una vez saciada mi curiosidad por Boulevard Berin me puse en marcha al que sería mi destino estrella del día: Kreuzberg. Pero antes de llegar allí, volvamos a donde nos habíamos quedado: Schloßstraße. Desde esta localización, hasta la zona de Kreuzberg que quería visitar, hay unos 20km de distancia que, en condiciones normales, tardaría alrededor de 40 minutos en recorrer. Pero ¡ay, amigos! Cómo he dicho, eso sería en condiciones normales y este no era mi día más afortunado... Resultó que justo cuando mis llaves decidieron cogerse un día por asuntos propios (a pesar de que yo no he visto reflejado este derecho en ningún estatuto) los trabajadores del S-Bahn se unieron empezando su huelga
El S-Bahn, para aclararnos, es uno de los medios de transporte de Berlín, junto con el U-bahn, formarían lo que conocemos como metro. Por lo que no es que todas las lineas estuviesen paralizadas, pero si una gran parte, lo que hacía que moverse por la ciudad fuese como una partida de tetris: encajando paradas de autobús, con líneas de tren; además de un tráfico que daba miedo y una cantidad de gente apabullante que inundaba el transporte público sin importar la hora.
Dicho eso, me pareció que la mejor opción sería hacer una parada - como los aviones que necesitan aterrizar a medio camino para poder continuar con su viaje- en Alexander Platz, para comer, comprar, al fin, un plano de la ciudad y aprovecharme, otra vez, de alguna red wifi. Como mis requisitos para elegir "restaurante" no eran muy exquisitos, acabé en una mesa del KFC, que está en la misma estación, llenándola con mi plano del metro, mi móvil ya conectado a su red, un menú de una especie de nuggets de pollo y coca-cola y mi nuevo y precioso mapa de Berlín.
Parece una tontería, pero para alguien cuyo acceso a internet se limita a casas, cafeterías y, con suerte, algún edificio público, un callejero puede ser su mejor amigo; y yo había tardado demasiados días en hacerme con uno, con lo cual mi alegría era inmensa al poder planear al detalle mis excursiones. 
Como detalle, nada más abrirlo y empezar a echarle un ojo, mi refresco decidió echar también un vistazo más de cerca... Con lo que ahora tengo un lago de color marrón en mitad del Mitte.
Una vez alimentada, situada y habiendo hecho el puzzle de transportes que coger hasta llegar a mi destino, salí de mi particular "estrella michelin" para poner rumbo aun más al este: siguiente parada Kreuzberg. Aunque habrá que esperar al próximo capítulo, el avión necesita repostar. To be continued...


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Capítulo 9: 25 Jahre Mauerfall (25 años de la caída del muro)

Viajemos en el tiempo al verano de 1961. Nos encontramos en Berlín, pieza clave de la famosa Guerra Fría que enfrentó a Estados Unidos y la Unión Soviética desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta comienzos de los años 90. El país está dividido: la parte occidental-capitalista y la oriental-comunista. Centrándonos en la metrópoli, la zona este está marcada por una emigración masiva y esto, como es de imaginar, no gusta a los diligentes.

En junio de este año el Consejo de Estado de la RDA (alemania oriental), Walter Ulbricht, declara que "nadie tiene intención de construir un muro". Dos meses después, nos despertamos un día de agosto y vemos que la policía urbana, de transporte y algún otro individuo, han levantado una serie de barreras e impiden cualquier tipo de tráfico entre las dos partes. ¿Que vas a ver a tu abuela que vive en el sector occidental? Lo siento, hoy no hay comida familiar. ¿Que tu tío se ha puesto enfermo?
Espero que tenga buenos vecinos.
Y así, de repente, en cuestión de días, se levanta un muro de unos 4 metros de alto que separa plazas, calles, amigos, familias... y te preguntas ¿así hasta cuando? Pero no hay respuesta, porque nadie sabe cuándo acabará, si es que acaba.

Pasan los años y el hormigón sigue sin moverse, al igual que los tanques que, amenazantes, se mantienen imperturbables en Check Point Charlie. La desesperación lleva a miles de ciudadanos a intentar atravesar la frontera de la RDA -parte comunista-. En 1988, más de 600 personas habían dejado sus vidas entre los alambres de espino -bien abatidos por los disparos de los guardias fronterizos, bien debido a accidentes o suicidios al haber sido descubiertos-, solo en el muro de Berlín 136 personas dejaron de existir e incontables son las muertes que surgieron de la tristeza y desesperación, de lo que supuso en sus vidas esa monstruosa construcción.
Llegamos a 1989, 28 años después de ese fatídico despertar. El 9 de noviembre de este año, el jefe del partido Comunista Oriental, anuncia la total libertad para viajar a la otra Alemania. Toda la ciudad salta a las calles, la gente se arma con lo primero que tiene a mano para derribar ese conjunto de cemento, hierro y alambre: amigos que vuelven a encontrarse, familias que vuelven a abrazarse y el recuerdo de quienes no llegaron a ver este nuevo amanecer.

Volvemos al presente, exactamente 25 años después de esta noche histórica y ahí estaba yo, cogiendo el U-bahn hasta la Puerta de Brandenburgo para celebrar la caída del Berliner Mauer. Ni siquiera estaba en proceso de existir cuando aconteció tal hecho, pero el viernes (2 días antes del aniversario) cené en casa de una familia berlinesa que vivió aquello que yo había leído en mis libros de historia. Y puedo deciros, es más debo deciros, que viendo la cara de felicidad, la sonrisa de los dos abuelos cuando me hablaban de aquella noche, me bastó para comprender que ese 9 de noviembre de 1989 el color volvió a sus vidas. No puedo decir que entienda qué sintieron cada uno de los habitantes de la actual capital, pues creo que es de esas cosas que nunca llegas a comprender si no las has vivido en primera persona, pero si me hicieron ser partícipe, aunque sea en una milésima parte, de esa alegría que trajo la desaparición del Muro de la vergüenza y gracias a ello, este aniversario lo pude vivir un poquito más.

La celebración fue, dejándonos de parafernalia literaria, una pasada; 8.000 globos iluminados se habían colocado por donde una vez pasó el muro y ese día iban a soltarlos, acompañados de una serie de conciertos con la diosa Victoria y su cuadriga de fondo. No se cuál sería la cifra de personas que inundábamos las calles, pero creo poder asegurar que llegábamos al millón e incluso lo sobrepasábamos. La puerta de Brandenburgo era un hervidero y llegar allí fue apoteósico:
Bajamos en la estación de Friedrich Straße y fuimos andando por Unter den Liden hasta la famosa Pariser Platz. Para nuestra sorpresa, los eficientes alemanes habían vallado la zona y no había forma de llegar al otro lado, pero como andar es sano, dimos una vuelta a la manzana para entrar por un lateral, por la zona del monumento al holocausto y sorpresa: más vallas. Pregunté a un simpático polizei si había forma de llegar a los balloons y me contestó que no. Pero no nos dimos por vencidas, seguimos andando hacia Tiergarten; y otra sorpresa: más vallas y una puerta con una serie de individuos con chaleco naranja que justo en el momento en el que llegábamos anunciaban, con esa forma tan cariñosa de gritar alemana, que "esa puerta estaba cerrada, debíamos dirigirnos a la siguiente entrada". Y ahí fuimos (no se cuánto habíamos andado ni dónde quedaba el maravilloso escenario y los fantásticos globos), y ahí llegamos para oír a otro naranjito decir "cerramos la puerta, por favor, diríjanse a la siguiente".
Llegados a este punto, permitir que destaque lo curioso de la situación y lo irónico que es que el día de la conmemoración de la caída del muro, no hiciésemos más que encontrarnos obstáculos que nos impedían cruzar al otro lado.
Por suerte, la tercera y última entrada aun no había cerrado cuando llegamos (aunque creo lo hizo al poco tiempo) por lo que pudimos adentrarnos en ese mar de gente y puestos de comida antes de que diese comienzo. Empezaron con una serie de conciertos y algún que otro testimonio (no puedo dar detalles de lo qué se dijo, pues no entendí gran cosa). Se siguió con la suelta de globos, que debo decir, fue menos espectacular de lo que esperaba, pero supongo que lo importante era el simbolismo, no el hecho en si. Y terminó con una sesión muy techno de manos de un muchacho cuyo nombre no recuerdo, a pesar de que se me repitió en numerosas ocasiones. A mi este rollo technológico no me va mucho, pero las luces de neón, los focos ultra-potentes y la puerta de Brandenburgo iluminada de fondo, hacen que incluso aquel txunda-txunda tenga su encanto; por no decir que parece ser lo único que hace moverse a los berlineses.
Fue una grata velada, una de esas ocasiones que te alegras de celebrar a pesar de que, como es mi caso, ni siquiera hubiera nacido por aquella época. Y si yo disfruté de cada uno de los minutos, imaginad todas y cada una de aquellas personas que este 9 de noviembre de 2014, revivieron aquel día en el que volvieron a ver a sus seres queridos y quisieron a aquellos que jamás habían visto.

Supongo, que después de haber hablado del pasado y presente, solo nos queda el futuro y todos esos muros (físicos e intangibles) que inundan nuestro mundo, abogar por todos aquellas(os) que luchan por que un día desaparezcan e instar a que todos(as) nos unamos a su causa. To be continued...


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Capítulo 8: Conversaciones de ascensor y la llegada a Invernalia

Esta mañana, siguiendo con la rutina de la semana, me he sentado en el asiento del copiloto del coche familiar. Eran las 7a.m, muy a.m y a mi, a esas horas, no se me puede considerar un ser del todo humano -yo me definiría más bien como una ameba gigante con malas pulgas- pero hago mis esfuerzos por parecer una persona simpática y lúcida, capaz de mantener una conversación cordial, aunque en mi cabeza no haya mucho más que un mono tocando los platillos.

Volviendo al lo que nos concierne. Viendo la inexistencia de una diálogo medianamente fluido, el padre de familia ha decidido sacar un tema más propio del ascensor de una comunidad de vecinos: el tiempo. Os parecerá una tontería pero ¿alguna vez os habéis parado a pensar lo común y socorrido que es este concepto y lo diferente que es a su vez en cada rincón del mundo? Por ejemplo, imaginaos a una pareja de ancianos taiwaneses en pleno julio:
- Menudo tifón el del otro día.
- De verdad, adiós a la casa de la playa... Otra vez.
-Qué le vamos a hacer... ¿Comemos saltamontes o perro hoy?
En cambio, ese mismo día a esa misma hora en Sevilla, la cosa sería algo más del tipo:
- ¿Tú te crees que ya he llenao dos veces la piscina este verano y se me ha vuelto a secá?
- No me extraña pisha, ¿Tú te acuerda de cuándo cayó la última gota de agua?
- Si, ayer en mi casa, que estaba la vecina de arriba regando la planta.

Siguiendo con los ejemplos, aquí en la capital alemana, en una zona que podríamos comenzar a considerar el norte del continente europeo, es lógico que el tema del tiempo se concentre en el subjetivo término frío. Y si, digo subjetivo porque tras la conversación de hoy en el trayecto casa colegio, me he dado cuenta de que estos alemanes si son gente del norte "ahí va la hostia" y no nosotros, pobres navarro-vascuences.
Ha empezado con la frase "parece que empieza a llegar el frío". Esto a mi me ha dado qué pensar, porque no ha dicho "hace" o "ya ha llegado" sino "empieza a llegar", lo cual quiere decir que todavía no está con nosotros y pensaba yo mientras miraba mi pack de gorro, bufanda y chaquetón que llevaba encima.
- ¿Has traído suficiente ropa de abrigo? - Si me lo hubiese dicho antes, hubiese contestado que afirmativamente sin dudarlo, pero ya había no estaba tan segura de si mi fondo de armario sería suficiente.
- Creo que si...
- Aquí el frío de verdad suele empezar en Diciembre, aunque los peores meses son Enero y Febrero. Alguna vez tenemos unas navidades blancas, pero eso es bueno, si hay nieve quiere decir que no hace frío.
Esto no ha hecho sino hacerme dudar, aun más si cabe, de si mis abrigos serán suficientes para una región bastante más norteña que la que me es habitual. Siempre se dice que en Navarra tenemos un clima fresco, somos gente dura acostumbrada a la lluvia y termómetros bajos, pero no creo que sea comparable a una ciudad en la que, en invierno, cubren las estatuas debido a las gélidas temperaturas.
- Solemos rondar los -10 o -15 grados.
No diré que no se qué son esas cifras, siempre hay algún día en el que parece que somos cuervos en el muro de Invernalia, pero son eso, días sueltos, no un par de meses criando estalactitas.

Más tarde, ya en casa, me ha enseñado cómo funciona el sistema de calefacción; como muchos tiene distintos numeritos que indican la cantidad de calor que va a emanar nuestro querido amigo. Solo diré que el nivel más bajo al que puedo poner el radiador, tiene forma de copo de nieve y en este punto está programado para proteger de la congelación.
Supongo que tendré que ir ahorrando para chaquetas, gorros, bufandas, guantes y una burbuja gigante aislante térmica. To be continued...


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Capitulo 7: Rumbo Berlín, las maravillas de viajar en tren

Os invito a un viaje en tren. No me digáis que no, pues en escasas ocasiones se da la oportunidad de atravesar Alemania de sur a norte, de Saarlouis a Berlín, en esta maravilla de transporte. ¿Qué me lleva a hacer este viaje tan repentino? Lo dejaremos para capítulos posteriores, ciertas cosas merecen ser miradas con la perspectiva del paso del tiempo. Pongámonos en marcha.

Son las 9:20 de la mañana en la estación de Roden (Saarlouis Hbf). Un cartel informativo anuncia que el tren con destino Koblenz (donde haré el transbordo para coger el tren hasta Berlín) llegará con cinco minutos de retraso. No pasaría nada si no fuese porque para hacer el cambio tenía seis minutos, con la puntualidad alemana truncada, este margen de tiempo se reduce a un minuto y no, por mucho Linterna Verde que intente ser, aun no he logrado la hipervelocidad, así que solo queda rezar para que se produzca un cambio en el continuo espacio-tiempo que haga que llegue con un margen aceptable (o algo así).


Con este comienzo,mi maletón, mi maletita y yo, ocupamos los tres primeros asientos libres que hemos encontrado. A mi izquierda, un paisaje algo monótono pero no por ello menos digno de observar, se va abriendo camino entre la niebla matutina y puedo ver bosques y más bosques que, con sus hojas color cobrizo, dan a todo un toque de lo más bucólico y romántico, tan propio de la época otoñal. Al mismo tiempo, a mi derecha, el río Saar, que da nombre a la provincia de Saarland, se abre paso y, esporádicamente, en la orilla, aparecen pueblecitos difícilmente diferenciables; todos con sus casas de tejado pronunciado y más arboleda por detrás.

He llegado a Koblenz con cuatro minutos de retraso, así que nada más abrirse las puertas me he convertido en una especie de Flash y con todo el equipaje me he lanzado a la carrera con la esperanza de que los dos minutos de margen fuesen suficientes para montar en el segundo y último tren. Por suerte, es domingo y los domingos son bonitos. Cuando he llegado a andén correspondiente, un bonito cartel de letras amarillas informaba de que el tren llegaría con unos 5 minutos de retraso. Con lo que aquí estamos, rumbo al Norte, ocupando otros tres asientos.
El paisaje va cambiando conforme avanzamos. Las ciudades cada vez son más grandes, más interesantes a primera vista. Los innumerables bosques de hoja caduca han ido dando paso a zonas más abiertas, con grandes explanadas de verde hierba; ha salido el sol y, por contradictorio que parezca, parece que el abrigo es cada vez más necesario.
Nos hemos plantado en las 14:30, hemos pasado por Düsseldorf, Hamm y otros lugares cuyo nombre no me sonaba a nada. Empieza a hacerse un poco largo pero aun queda la mitad del viaje más o menos. Aunque la hora aceptable para comer a nivel europeo ya ha pasado hace un rato, hoy hago honor a mi orígenes y me dispongo a comer. Supongo que si intentase colocar mi menú de hoy en la pirámide alimenticia, este ocuparía un lugar tan en la cumbre, que ni siquiera sería perceptible para el ojo humano; pero era lo mejor que he podido encontrar en la máquina expendedora.



Seguimos pasando el rato y me resulta curioso el efecto de los trenes en la mente humana, o al menos en la mía. El tener que pasarme prácticamente todo el día sentada en uno de sus vagones (con la excepción de alguna visita a un baño más bien poco presentable), no hace sino activar ese mundo de pensamientos que, en nuestro ajetreado día a día, permanece latente en algún lugar del cerebro. Normalmente no tenemos tiempo para reflexionar sobre cualquier nimiedad u observar el paisaje durante horas hasta el punto que una pequeña diferencia en este, resalta ante nuestros ojos como si fuese una obviedad imposible de pasar desapercibida. El tren es un medio de transporte de lo más peculiar sin duda.
A las 16:30 de la tarde, este es el aspecto que presenta el día. Supongo que dentro de un rato será todo oscuridad y mi viaje se verá ligeramente empeorado. Pero no me preocupa en exceso; cuanto más oscuro más cerca estarán las 18:02 y, por consiguiente, más cerca estaré de llegar a Berlín.
Efectivamente, una hora después mi descripción paisajística se ha visto truncada por la falta de luz. Pero no pasa nada, aun puedo hablaros de lo que veo a mi alrededor. Por ejemplo, los felices padre e hijo que acaban de pasar; no contentos con ir con la última moda alemana de llevar al niño(a) con un pañuelo al cuello a modo de San Fermín customizado, este progenitor ha creído que hoy sería un buen día para ir a juego con su churumbel y plantarse él también uno de ositos y tambores. O el señor que acaba de montar en la estación anterior, que con su sombrero a lo cocodrilo Dandy, ha sacado ya tres folletos sobre viajes a Sudáfrica y siguen apareciendo más del interior de su mochila; espero que no saque una cobra o algo exótico y típico de la zona.
Acabamos de pasar Berlín-Spandau, primera parada con el nombre de la metrópoli. Me ha venido el recuerdo de una primera visita bastante fría, repleta de sorpresas en forma de edificios, monumentos y abrigos, muchos abrigos. Pero también el de la segunda, más templada y veraniega, en la que re-descubrí la capital alemana; repleta de personas que inundaban los jardines al menor rayo de sol, zonas de lo más alternativas, zonas en las que se respiraba historia. Una segunda visita en la que decidí que "algún día, viviría en Berlín".

Así que aquí acaba mi crónica de hoy. En unos minutos llegaré a mi estación, donde me espera una nueva aventura que se irá escribiendo. Por lo pronto voy a ir cogiendo las maletas. To be continued...


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